Artículo enciclopédico: historia de la cinematografía: el cine sonoro (1927-1960)
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historia de la cinematografía: el cine sonoro (1927-1960)

 


historia de la cinematografía: el cine sonoro (1927-1960)
  1. Desde los primeros balbuceos del cine, se intentó darle a éste el auxilio del sonido. Tras muchas experiencias fallidas, las firmas Warner y Vitaphone presentaron en Nueva York la primera película sonora (con discos), titulada Don Juan y protagonizada por John Barrymore. Aunque el éxito artístico no fue completo el camino estaba iniciado, y en 1927, Al Jhonson interpretó la primera película «hablada y cantada», con el título de El cantor de Jazz. Un éxito acompañó a esta película que se vio multiplicado con la primera película «totalmente hablada» que con el título de Luces de Nueva York presentó la «Warner» en 1928.

    Ante el cine se abría definitivamente una nueva senda en la que muy pronto habrían de rivalizar los mejores productores de todos los países. En Francia fueron el genial René Clair, con sus obras maestras El millón (1931), A nosotros la libertad (1932), y El último millonario (1934); Marcel Pagnol, autor teatral, con su trilogía Marius, Fanny y César; Jean Renoir, con Los bajos fondos (1936) y La bestia humana (1938); y otros grandes directores como De Gremillon (La kermese heroica, 1936), de Julien Duvivier (Carnet de baile, 1937); Marcel Carné (Aire de París, 1934); Claude Antoni-Lara Rojo y Negro (1954); H. G. Cluozot, El .salario del miedo (1953); R. Clement, Juegos prohibidos (1952), y Tati, Las vacaciones de M. Hulot (1953). En Inglaterra explotan con éxito el nuevo recurso de expresión Alfred Hitchcock, el «maestro inglés de la emoción», con Chantaje (1929), Posada Jamaica, El expreso de la muerte y muchos otros films de subido dramatismo; los hermanos Korda, que prefieren los temas históricos y de época (La vida privada de Enrique VIII, Las cuatro plumas) y otros muchos entre los que recordaremos a Asquith (Pigmalión, 1938), Carol Reed (El tercer hombre, 1949), Laurence Olivier (Hamlet, 1948) y Neame (El millonario, 1953). En Alemania, a pesar del éxodo de sus mejores valores a Norteamérica entre los años 30 y 40, consiguen producciones muy estimables, Fritz Lang (El vampiro negro, 1932); Riefenstahl (Olimpiada, 1939); Harían (La ciudad soñada, 1939) y, tras la hecatombe de la guerra, Stemmle (La balada de Berlín, 1948); Weindemman (El almirante Canaris, 1954) y Kaütner (El rey loco, 1955 y El capitán Kopenick, 1956). Un poco tardíamente se incorpora también Italia a la corriente general de perfeccionamiento y emulación con La corona de hierro (1940), de Blasetti, a la que siguen obras neorrealistas de positiva influencia a cargo de Vittorio de Sica (El limpiabotas, 1946; Ladrón de bicicletas, 1946; Milagro en Milán, 1950); Zampa, Visconti, De Santis (Arroz amargo, 1949); Castellani, Fellini (Las noches de Cabina, 1957 y La dulce vida, 1959) y Antonioni (El grito, 1957).


    Mientras tanto, el cine sonoro norteamericano busca nuevos horizontes con films de acción violenta (Scarface, 1931) o terrorífica (Frankestein, 1930); con la comedia, que cuenta con artífices tan famosos como Frank Capra (Vive como quieras, 1938) o, en fin, con el tipismo del Oeste, cultivado, entre otros muchos directores prestigiosos, por John Ford (La diligencia, 1939). Orson We-lles persigue, por su parte, la novedad en obras desconcertantes —algunas muy discutidas— como El ciudadano Kane (1941), Soberbia (1943) y Otelo (1954). Paralelamente va perfeccionándose el cine en colores hasta alcanzar su culminación en la desmesurada película de Flemming Lo que el viento se llevó (1939), uno de los éxitos más lucrativos de Hollywood. Citemos de Hitchcock —ya en América— Crimen perfecto (1954) y Psicosis (1959); de E. Kazan Un tranvía llamado deseo (1951), Viva ZaPaia (1952); de J. Houston Moulin Rouge (1952) y de Lumet El puente sobre el río Kway (1957). Frente al colosalismo típico «hollywoodense» se deslizan como una nota de gracia y ternura las películas de dibujos animados de. Walt Disney: Los tres cerditos, Blanca Nieves, Pinocho, Dumbo, Bamby...

    Los países de habla española realizan interesantes aportaciones al acervo universal del cine en esta su segunda etapa, con producciones que reflejan aspectos peculiares de su carácter y costumbre. En España se inicia esa etapa en 1929 con El misterio de la Puerta del Sol. Tras la pausa inevitable de la guerra los trabajos se reanudan y salen a la luz no pocos films de mérito indudable: Raza (1941), El escándalo (1943), La mies es mucha (1948) y Don Juan (1950), de Sáenz de Heredia; Escuadrilla (1940) y Los últimos de Filipinas (1945), de Román; Locura de amor (1947) y Alba de América (1955), de Orduña; Huella de luz, Reina santa, Don Quijote, Balarrasa y La Señora de Fátima, de Gil; Cómicos, La muerte de un ciclista, Calle Mayor y La venganza, de Bardem; Calabuch, Los jueves milagro y Plácido, de Berlanga; Marcelino pan y vino, Tarde de toros y María, matrícula de Bilbao, de Vajda; S urcos, de Nieves Conde; El judas, de Iquino, y muchos más. En Argentina se filman títulos tan notables como La casa de los millones, Los dos rivales y los de la serie «Cándida»; en México, un realizador de acusada personalidad, Emilio Fernández, crea Flor silvestre (1943), María Candelaria (1943), Río escondido (1947) y La perla (1959), auténticas expresiones de la interesantísima personalidad popular mexicana; y un actor cómico, Mario Moreno («Cantinflas»), adquiere dimensiones universales con películas como Los tres mosqueteros, Romeo y Julieta, Ahí está el detalle, El portero, El bolero de Raquel y otras.

    Con excepción del cine oriental, principalmente el japonés (Los siete samurais, 1954, La puerta del infierno, 1955); el chino (Historia de una cicatriz, 1958, Furia detrás de las rejas, 1958) y el indio (Pather Panchale, 1955; Aparajito, 1957; El Sr. Po, 1959), y sin olvidar la acusada personalidad del escandinavo (El manantial de la doncella, 1960; El séptimo sello, 1961, ambas de Bergman); puede decirse que en la década del 60 del siglo XX ya se había llegado a una industria que podría denominarse internacional, por lo que ya no se podía hablar de un cine típico nacional. El intercambio de actores, técnicos, escritores y empresarios, ha creado un cine que, perdiendo perfiles tradicionales y localistas, ha ganado en universalidad. De ello son muestra elocuente las grandes producciones de esa época: El general de la Rovere, de Rosellini; Orfeo negro, de Camus; Cuando pasan las cigüeñas, film ruso; Los cuatrocientos golpes, de Trouffaut; El puente, de Wick; Quo Vadis, de Wyler; Guerra y Paz, de Vidor; Como un torrente, de Minelli; Barcos del infierno, de Yamamara; El año pasado en Marienbad, de Resnais, Spartaco, de Douglas y El Cid, de Mann.

    Para más información ver: cinematografía.
Actualizado: 26/10/2015
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