El mecanismo por el que los antisépticos destruyen los microorganismos o evitan su crecimiento constituye aún en muchos casos materia de conjetura. El ácido fénico actúa disolviendo las substancias grasas de la superficie de las células bacterianas y precipitando sus proteínas. Los metales pesados, como el mercurio, plata o cinc, se combinan con las proteínas de las bacterias y se oponen a algún metabolito esencial de las células bacterianas. Los antisépticos oxidantes, como el peróxido de hidrógeno, perborato sódico y permanganato potásico, deben su acción germicida a la liberación de oxígeno naciente que oxida los elementos componentes del Protoplasma bacteriano.
Los Halógenos y los compuestos halogenados, como el yodo, el hipoclorito cálcico, el hipoclorito sódico y las cloraminas, oxidan y al mismo tiempo yodizan o clorinizan los elementos vitales de las células bacterianas. Los detergentes, como el jabón o el cloruro cefírico, actúan como depresores de la tensión superficial y, probablemente, desnaturalizan las proteínas bacterianas o rompen o alteran la membrana celular de las bacterias.
Es evidente que algunas o todas de tales acciones no pueden quedar del todo circunscritas a las células bacteriales, ya que, en general, producen efectos protoplásmicos. Necesariamente han de resultar, pues, afectados por ellas los tejidos que albergan a los gérmenes. Ello hace que los antisépticos antes mencionados no puedan ser utilizados por inyección en el tratamiento de las infecciones internas. Los antisépticos utilizados internamente, como las sulfamidas y antibióticos, ejercen una acción más específica sobre las bacterias, desposeyendo probablemente a los microorganismos de alguna substancia esencial a su desarrollo y reproducción, sin afectar ostensiblemente a los tejidos del hombre o de los animales superiores.